Sonámbulo,
con el corazón roto,
sosteniendo lo insostenible,
deambulando por la vida
esperando que algo cambie...
y entonces llegué.
Te noté.
Te entendí.
Me quedé.
Y nos sentamos juntos
en el borde del abismo,
compartiendo nuestras ruinas,
las grietas antiguas,
las memorias que quedan,
nos reímos de la vida
como si no dolieran.
Conectamos nuestro lenguaje
a pesar de la diferencia de frecuencia.
Encontramos un punto medio
a través de la metáfora,
y de la música correcta.
Fui quitando, una a una,
las pieles de tu ser,
y me encontré con heridas
que nacen de no querer ver.
Aullaban en silencio,
bajo calma y pesar,
me atreví a besarlas,
a intentarlas sanar.
Y estuve ahí presente,
más cerca que ayer,
en el rincón oculto
donde el alma suele ser.
Adorando las profundidades
de tu mundo no escuchado.
Las canciones me hablaban
con la voz que es tu mar,
y tu aroma me arrastraba
como viento en el hogar,
me envolvía, me llamaba,
me hizo en ti naufragar.
Y no tomé nota,
no grabé.
Estaba ocupada siendo:
agua sobre tu piel,
cielo en tu lengua,
vértigo en tus manos.
Fui poema
sin palabra,
grito sin sonido,
estallido sordo
de sentirte.
Ahora entiendo:
tus canciones eran oraciones rotas,
murmullos de tu alma
que aún no sabías descifrar.
Leí entre los silencios,
toqué la herida
sin decir su nombre.
Sentí lo que no dijiste.
Escuché lo que no mostrabas.
Yo estaba ahí.
No mirando: sintiendo.
No preguntando: abrazando.
No huyendo: quedándome.
Donde nadie miró,
yo escuché.
Donde nadie tocó,
yo sostuve.
Y al final,
cuando tu tormenta se calmó,
me quedé hecha abrazo,
invisible, indeleble,
pero ahí.