Hay ausencias que no caben en palabras.
Por eso el cuerpo.
Por eso las marcas.
Una mordida:
no como castigo,
sino como prueba
de que fui habitada.
Un cuello adolorido:
no como señal,
sino como dolor que se deja ver
cuando por dentro no cabe más.
No hay poema que salve
a quien se entrega
sabiendo que será devuelta
a la incertidumbre.
Pero hay cuerpos que aprenden
a bailar con lo irreal:
si no me amas del todo,
ámame con la intensidad
de lo que queda cuando estás.
Mi piel no exige futuro,
mi corazón, en su oscuro,
busca un lugar seguro
donde no tiemble, donde esté puro.
Y tu presencia es brutal:
a veces torpe, a veces callada,
tierna como bestia domesticada.
Tu ternura violenta
transforma el dolor
en fuerza renovada.
Me tomas
y en ese acto el mundo
queda en pausa.
No hay historia,
no hay promesa,
solo cuerpos haciendo del instante
su única verdad.
Luego te vas.
Y no te llevas nada,
salvo todo.
Entonces abrazo las sábanas
como si pudieran devolverme la respiración.
Tienen tu olor.
Y con mis dedos
redibujo en el aire
la forma en que tu sombra
se hundió en mí.
Estoy viva.
Lo sé porque arde,
porque el cuerpo late y responde,
lo sé porque el dolor es real y no esconde,
como si el alma al fin hallara su horizonte.
He encontrado un lugar
donde el dolor de afuera
silencia al que grita adentro.
Y en ese silencio,
el cuerpo adolorido se vuelve refugio
del torbellino y duelo,
un remanso en el desconsuelo…
Porque cuando duele afuera, calla adentro.
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